Gilo y Ben, Detectives de lo Inexorable es un libro que no se parece a casi nada. O mejor dicho, se parece a muchas cosas a la vez, pero revueltas, reídas, trastocadas y servidas con una sonrisa ladeada. Su autor, Eduardo Garbayo, se lanza de lleno al terreno del humor surrealista, ese que desafía la lógica, juega con el lenguaje y se permite el lujo de ser absurdo, siempre con precisión quirúrgica. No es fácil escribir así. Lo parece, pero no lo es. De hecho, una de las grandes virtudes del libro es que da la impresión de estar escrito con la despreocupación de un borracho feliz, cuando en realidad está pensado con la minuciosidad de un relojero que pone el caos en hora.
Estamos ante una colección de historias cortas en las que la lógica, según palabras del propio autor, se ha ido de vacaciones. Y eso no es una excusa para hacer cualquier cosa, sino una invitación a entrar en un universo con reglas propias, donde lo ilógico tiene sentido y el disparate se vuelve coherente por acumulación y estilo. Es un tipo de humor que, aunque parezca libre e improvisado, exige un enorme control narrativo, un dominio fino del lenguaje y una capacidad constante para sorprender sin caer en la repetición.
Garbayo no pretende contarnos historias profundas en el sentido tradicional. Aquí no hay héroes atormentados, ni giros dramáticos, ni lecciones morales. Lo que hay es un juego continuo con la realidad, una deformación cómica de lo cotidiano que funciona precisamente porque el autor entiende muy bien cómo se construye el sinsentido para que parezca tener sentido. Escribir humor surrealista, como el de Gilo y Ben, es como hacer equilibrismo sobre una cuerda floja de gelatina: cualquier paso en falso puede hacer que el lector pierda el interés, pero si se hace bien, el espectáculo es fascinante.
El libro destaca por tres grandes pilares: el dominio del caos, la riqueza del lenguaje y la invención de un universo propio. En primer lugar, el caos. El humor absurdo no funciona si se basa solo en ideas locas lanzadas sin ton ni son. Necesita una estructura interna, una lógica alternativa. Aquí, los cerdos pueden polinizar flores, y nadie se inmuta. La clave está en que Garbayo consigue que aceptemos esas reglas, nos divirtamos con ellas e incluso esperemos que cada historia nos proponga una nueva locura con la misma naturalidad que si nos hablaran del clima.
Luego está el lenguaje. Garbayo lo retuerce, lo exprime, lo sacude como si fuera un trapo lleno de dobleces semánticas. El humor en estas páginas nace tanto de las situaciones como de cómo se cuentan. Hay juegos de palabras, frases que son disparos inesperados, paradojas, contradicciones deliciosas. Es un humor que vive en el ritmo de la frase, en el giro final que da sentido (o lo deshace) a lo que venía antes, en la ruptura constante de la expectativa. En ese sentido, se nota que detrás de cada historia hay un oído entrenado, una sensibilidad literaria que sabe cuándo rematar con un chiste, una idea brillante o una imagen surrealista que se queda flotando en la cabeza del lector.
Por último, el universo Garbayo. Porque sí, Gilo y Ben no es solo un conjunto de relatos absurdos: es también la construcción de un mundo donde lo inverosímil es norma, y donde el lector se adapta rápidamente a esta nueva lógica invertida. Este tipo de humor, más que contar chistes, crea una atmósfera. Algo así como una versión literaria de un sueño raro pero encantador. Cada relato refuerza el tono del anterior y amplía el horizonte del absurdo. Hay continuidad en la incoherencia, y eso es un mérito notable.
Ahora bien, escribir este tipo de narrativa tiene su dificultad. El humor es, por naturaleza, subjetivo. Lo que a unos les resulta desternillante, a otros puede parecerles simplemente desconcertante. Más aún cuando se entra en el terreno del absurdo, donde el lector debe estar dispuesto a dejarse llevar y confiar en que el autor no ha perdido el rumbo, por muy loco que parezca el camino. Además, mantener la frescura en cada historia, evitar caer en fórmulas repetitivas o chistes fáciles, y lograr que cada relato aporte algo nuevo es un desafío constante. Garbayo parece salir airoso de ese reto, entregando relatos que sorprenden, que juegan con la forma, que sacan una sonrisa o incluso una risa sincera, y que a menudo dejan también una idea dando vueltas, envuelta en humor, pero con una cierta hondura.
A la hora de buscar referencias, Gilo y Ben no oculta sus influencias, e incluso las abraza con humor en su dedicatoria. Woody Allen es una de ellas, con su humor neurótico, intelectual y autorreferencial. En Garbayo hay también esa capacidad de reírse de lo inevitable, de lo existencial, pero sin caer en la solemnidad. El humor es su forma de pensar, no un simple adorno. De los Hermanos Marx —sobre todo Groucho— recoge el gusto por el non sequitur, el ataque a la lógica establecida y el ingenio verbal. Groucho era capaz de destruir una argumentación entera con una sola frase absurda, y Garbayo parece haber aprendido bien esa lección.
Del lado español, Gila y Chiquito de la Calzada aportan ese toque local: el absurdo cotidiano, el juego con el lenguaje popular, la creación de un mundo propio a partir de recursos lingüísticos insólitos. También se nota la huella de Faemino y Cansado, Tip y Coll, y Miguel Mihura: todos ellos creadores de un humor que no se basa en el qué, sino en el cómo. Su humor es un proceso, un viaje de palabras que acaba en lugares inesperados. Por último, Monty Python y Mel Brooks completan el cuadro con su irreverencia, su gusto por romper las reglas de la narrativa y por tratar lo serio desde lo más cómico y disparatado.
En resumen, Gilo y Ben, Detectives de lo Inexorable es un libro que apuesta fuerte por el humor surrealista y lo hace con solvencia, estilo y mucha inteligencia. No es una lectura para quienes buscan una trama convencional o una moraleja evidente. Es una experiencia literaria para quienes disfrutan del lenguaje como juguete, de las historias como excusas para el ingenio, y de la risa como forma de ver el mundo desde otro ángulo. Un libro que parece ligero, pero que en realidad es el resultado de un equilibrio muy afinado entre el caos y la claridad, entre el disparate y la intención. Un universo propio donde lo imposible es no pasarlo bien.